Tuesday, January 29, 2013

140, suipacha



el camión de la policía sigue estacionado ahí. Pasó un mes y medio, pero a mí me parece que fueron por lo menos seis. Ahí, anclado en la angosta suipacha con bicisenda, hace guardia en la puerta de la casa de Tucumán. Las bicis que pasan y los pocos zombies que a esta hora deambulamos, listos para que nos chupen la sangre durante 7, 8, 12 horas, intentamos descifrar las pintadas y desayunamos olor a basura.
Me pregunto cuándo se va a ir.


Pensé distintas maneras de llegar al trabajo. Me propuse colectivo, subte, colectivo y subte, tren, bici, tren y bici. Las piernas entran en cada una de las variables, y mis piernas nunca se cansan. Las hice todas, ¿las mil y una? para comprobar que soy inútil.
Todas se volvieron una.


Aoo, aoo, la coerción no cumple un horario. Es un ciclo vital como el tuyo y el mío, un continuo que se renueva con las generaciones; se alimenta de la mierda tóxica del pavimento, lindo parásito que sabe fermentar, duerme en su tribu de caníbales y se triplica durante la madrugada, mientras iza la bandera y canta el himno. Todos los caminos conducen al mismo lugar. Y vivo en la ciudad de las diagonales.

No lo había pensado, no fui capaz de tomarme el tiempo: antes de armar el bolso, elegir un trabajo y lavarme la cara con agua fría, me dije a mí misma tomáte el tiempo. Entre líneas diagonales, un poco asustada, tragué tiempo.
El pueblo de pescadores me espera en el muelle: sus pies nacen en el barro y el tarareo es inmediato. Los escucho palpitar como taquicardia, de allá hasta casa. Respiro hondo, me despego del suelo y camino en línea recta por propia voluntad.


Creen que soy de los suyos. ¿Qué saben? 

Hay puertas nuevas. Roble, algarrobo, pino y melamina. Todas tienen los ojos marrones y me dicen que me escuche a mí misma. Ahora, ¿cómo sé que soy yo y no los demás, fucking eco, diciéndome Mari, Mari

despertáte y vas a poder

Mari, Mari



Miro fijo a los canas, me fijo a través del sol.


Despido las ruedas del camión blindado. Se derriten como quesodemáquinasobreunarodajadepantostado. Los canas no entienden lo que está pasando, shhhh, la calle piola, angosta y bike-friendly, sí. También las madres, los aerosoles tóxicos y el subte que esa tarde me devolvió a casa. Taza, taza no es coercitivo.
Y parecen pulpos: me miran desde adentro del camión enlatado, se roban el aire unos a otros, y sofocados, Ooao, los canas viven segundos efervescentes. Sus ojos desorbitados buscan pegarle un tiro a alguien.

Cuento los minutos. Abro las puertas del corral. Los miro desde el cemento y a paso rápido trazo una línea de ácido y hierro, cruda, misil, etnográfica.

Arriba, abajo, al centro y adentro.
Los canas se persignan.
Delante de la casa de Tucumán, frente a las pintadas y el calor, el amanecer en el microcentro germinó toda clase de Hércules. Y el gesto es vapor en un tornado.

De pie, siento por primera vez mis rodillas auténticas. 


Pasó un mes y medio, y ya casi que cuento seis

me tomo el tiempo de a latidos.

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