el camión de
la policía sigue estacionado ahí. Pasó un mes y medio, pero a mí me parece que
fueron por lo menos seis. Ahí, anclado en la angosta suipacha con bicisenda,
hace guardia en la puerta de la casa de Tucumán. Las bicis que pasan y los
pocos zombies que a esta hora deambulamos, listos para que nos chupen la sangre
durante 7, 8, 12 horas, intentamos descifrar las pintadas y desayunamos olor a
basura.
Me pregunto cuándo se va a ir.
Pensé
distintas maneras de llegar al trabajo. Me propuse colectivo, subte, colectivo
y subte, tren, bici, tren y bici. Las piernas entran en cada una de las
variables, y mis piernas nunca se cansan. Las hice todas, ¿las mil y una? para
comprobar que soy inútil.
Todas se volvieron una.
Aoo, aoo, la
coerción no cumple un horario. Es un ciclo vital como el tuyo y el mío, un
continuo que se renueva con las generaciones; se alimenta de la mierda tóxica
del pavimento, lindo parásito que sabe fermentar, duerme en su tribu de
caníbales y se triplica durante la madrugada, mientras iza la bandera y canta el
himno. Todos los caminos conducen al mismo lugar. Y vivo en la ciudad de las
diagonales.
No lo había
pensado, no fui capaz de tomarme el tiempo: antes de armar el bolso, elegir un
trabajo y lavarme la cara con agua fría, me dije a mí misma tomáte el tiempo. Entre líneas
diagonales, un poco asustada, tragué tiempo.
El pueblo de pescadores me espera en el muelle: sus pies nacen en el barro y el
tarareo es inmediato. Los escucho palpitar como taquicardia, de allá hasta casa.
Respiro hondo, me despego del suelo y camino en línea recta por propia
voluntad.
Creen que
soy de los suyos. ¿Qué saben?
Hay puertas
nuevas. Roble, algarrobo, pino y melamina. Todas tienen los ojos marrones y me
dicen que me escuche a mí misma. Ahora, ¿cómo sé que soy yo y no los demás,
fucking eco, diciéndome Mari, Mari
despertáte y
vas a poder
Mari, Mari
Miro fijo a
los canas, me fijo a través del sol.
Despido las
ruedas del camión blindado. Se derriten como quesodemáquinasobreunarodajadepantostado.
Los canas no entienden lo que está pasando, shhhh,
la calle piola, angosta y bike-friendly, sí. También las madres, los aerosoles
tóxicos y el subte que esa tarde me devolvió a casa. Taza, taza no es coercitivo.
Y parecen pulpos: me miran desde adentro del camión enlatado, se roban el aire
unos a otros, y sofocados, Ooao, los canas viven segundos efervescentes. Sus
ojos desorbitados buscan pegarle un tiro a alguien.
Cuento los minutos. Abro las puertas del corral. Los miro desde el cemento y a
paso rápido trazo una línea de ácido y hierro, cruda, misil, etnográfica.
Arriba,
abajo, al centro y adentro.
Los canas se persignan.
Delante de la casa de Tucumán, frente a las pintadas y el calor, el amanecer en
el microcentro germinó toda clase de Hércules. Y el gesto es vapor en un
tornado.
De pie,
siento por primera vez mis rodillas auténticas.
Pasó un mes
y medio, y ya casi que cuento seis
me tomo el
tiempo de a latidos.