Thursday, July 04, 2013

Tatiana III

Los velorios tienen algo de gracioso.
Se murió el papá de mi amigo Lucas, mamá.
Un montón de vivos, alrededor de un muerto en un cajón, con un cristo arriba con luces de neón, buscan café
miran las cerámicas frías
marrón como la tierra marrón
y esperan que pasen las medias horas que se lleven el dolor y borren sus caras
de tristes vivos.

Tres tristes vivos lloran alrededor del cajón.
Se persignan
se besan la mano
tragan café
quieren dormir

Lucas, ponéte las pilas, ¿qué hacés vestido de blanco como un ave fénix, listo para renacer?

Lo siento muchísimo, Lucas.
           
            A la mamá de Tatiana los velorios le causan gracia. De sólo escuchar la palabra, velorio, no puedo evitar sonreír.

Absurdo.

Algo en el corazón de Tatiana le da náuseas, le causa ira, se convierte en impotencia chillona.
Abraza a su amigo, no quiere que pase esa media hora de la que hablaron, quiere que el tiempo se quede quieto, que arroje su ancla en el horrible cuartito frío del velatorio y que apaguen esas luces de neón.

Lucas, ponéte las pilas, Lucas, queréte un poco más y salí a flote.
Tatiana clava su ancla en el hombro de Lucas y quisiera llevarlo con ese abrazo a una cancha de fútbol, poder regalarle nuevas zapatillas y una pelota. Un arquero, un césped artificial y unas luces blancas, blanquísimas, que alumbren la cancha. Ahí sí, pateando la pelota, podría pasar las horas, las medias horas rotas vueltas enteras al gritar gol. Y Tatiana desde la tribuna, aplaudiendo con el corazón empachado.

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